Un madrileño y una malagueña.
Se le veía demacrado mientras llegaba
por aquel camino de flores. Parecía imposible pero era el ingeniero que se
había adentrado en el bosque semanas antes y al que todos creían muerto. Tenía
los labios agrietados, la ropa hecha girones y en la mano un ramillete de
Morferanas.
Perjuraba que se le había aparecido una
princesa1 cuando ya daba por perdida su vida y le había dicho que
siguiera el camino de una planta que ella misma plantaba a la rivera de los
caminos. El, al ver ya el pueblo, cogió unas pocas para poder llevárselas
consigo.
A su llegada a
Madrid, colocó aquel ramillete junto a la ventana para que le recordara siempre
que su vida había estado en serio peligro y gracias a esa planta que nacía a la
vereda de los caminos, había vuelto a nacer.
Su casa era soleada y acostumbraba a
preparar sus proyecto junta a la ventana que tenía más luz y en la que había
colocado con mimo su particular ramillete. Lo miraba continuamente y era una
referencia clara a la entrada de su estudio cuando la luz inclinada de la tarde
incidía levemente por lo cristales.
Con el tiempo se fueron secando,
tornándose de un color tostado y sus flores, leves ya como el algodón se caían
dejando una afilada punta en su extremo. El no se iba a deshacer de ellas, pero
añoraba el colorido que tenían cuando las recogió de su calvario aquel día.
………..
-¡Rocío! ¡Recógeme de la mata un puñado de jazmines que
anoche me comieron los mosquitos!
La mueca de Rocío lo
decía todo. Las ganas que tenía de ir a por los jazmines hasta la entrada de la
casa eran directamente proporcionales a tener que hacerle caso a su madre.
Esperaba desde hacia rato ya lo que ella denominaba “el berrido” pero siempre
le pillaba desprevenida torciéndosele el labio con una mueca de disgusto. A la
puesta de sol, las florecillas de jazmín comenzaban a abrirse y no había día
que el alarido materno sonara de entre los muros de la casa exigiendo la
recolecta de aquel peculiar pesticida.
La mata del jazmín
estaba a la entrada junto a la cancela de la puerta. Se llegaba a ella por un
caminito de piedrecitas blancas colocadas con la idea de evitar charcos junto a
la entrada de la casa y ya a unos metros se sentía el olor embriagador que
desprendían sus flores. Algunas había abiertas ya y Rocío comenzó a recogerlas
en unos pequeños cuencos que luego repartía por las habitaciones.
A la mañana
siguiente, Rocío, se fue a dar un paseo por Málaga. Particularmente le gustaba
acercarse a Atarazanas, a oír las voces del cenachero, a oler las frutas recién
traídas y a admirar a algún pescadero que limpiaba con maestría unos boquerones
para una señora que no paraba de contarle sus andanzas con la vecina de moral
distraída de su corralón.
Junto a uno de los puestos de carnicería se
encontraba un muchacho joven (de su misma edad resolvió ella) que murmuraba en
voz baja con cara de resignado disgusto. María se acercó al puesto con la oreja
puesta en la curiosidad del acento y en el vestir elegante de aquel joven que
rezaba en voz baja a esas horas de la mañana.
-Es que sale uno de su tierra y ya no puede comer carne-
Murmuraba con un acento madrileño imposible de despreciar.
-¡Pues váyase a su tierra o compre pescao que a mi no se me
ocurriría ir a Madris (remarcó la “s”) a pedir chanquetes o jureles!- Terminaba
de decirlo y ya se estaba dando cuenta que el orgullo del terruño le había
metido en un pedregal del que tenía complicado el retorno.
-Vaya- dijo el joven- quién mejor que una chica hermosa para
decir algo tan razonablemente cierto. Discúlpeme si la he ofendido pero tiene
usted toda la razón. ¿Le importaría decirme su nombre?
-Rocío, así me llaman- Su voz ya no era inquisitoria y se
había vuelto más dulce.
-Pues yo me llamo Juan y acabo de llegar a Málaga por
razones de trabajo a casa de una amigo. Quería darle una sorpresa y presentarme
en su casa con un buen filete, pero veo que no será un acierto- Juan sonreía
mientras entablaba aquella simpática conversación.
-Si usted quiere yo le puedo prepara un regalo. ¿Es suyo ese
ramillete de ramas secas?.
-Sí, un recuerdo muy importante para mi. Lo llevo conmigo a
todas partes- Sin saber el motivo, Juan le contó a la chica la historia que le
había sucedido tiempo atrás y mediante la cual había salvado la vida.
-Pues mi padre hace Biznagas con eso- dijo Rocío.
-¿Biz… qué?
-Biznagas. El es biznaguero y en verano hace ramilletes para
venderlos. ¿Quiere que le haga uno? Déjeme las ramas y nos vemos esta noche
aquí mismo. Ya verá como le gusta.
Se quedó patidifuso. No sabía bien cómo
contestarle a aquella chica pero lo cierto es que poco a poco se había ido
partiendo la hojarasca de las ramas y ya empezaban a parecer ramitas para echar
al fuego.
Al anochecer Juan
estaba de pie junto a la puerta del mercado esperando la llegada de Rocío.
No tardó mucho en llegar. Venía de la
mano de un hombre mayor vestido de Marengo, ese traje típico malagueño de
pantalón negro arremangado a la altura de la pantorrilla, camisa blanca fajín
rojo y alpargatas negras. En su mano traía una penca con las ramas que el le
había dado en la mañana ensartadas, pero en el extremo, ¡en el extremo de las
ramas ya no había pinchos afilados! ¡El extremo era una bola blanca de flores
que no había visto en su vida!
El olor llegó antes que los singulares porteadores del
regalo. Un olor dulce, embriagador y casi hipnótico del que era imposible
abstraerse.
-¡Hola Juan! He venido con mi para traerte la penca de
Biznagas. El dice que siendo de Madrid no hay nada mejor que te puedas llevar
de regalo de nuestra tierra.
-Pero, ¿cómo lo habéis hecho?- Juan no salía de su asombro.
El padre de Rocío
comenzó a relatarle cómo había ido recolectando los jazmines cerrados uno a uno
de su patio y poco a poco los fue introduciendo con la ayuda de Rocío en la “ammi visnaga” (el ramillete que el
había traído) después de haberla limpiado un poco de ramitas y repasado sus
tallos. Al atardecer, los jazmines se abrieron formando una pequeña esfera
desprendiendo ese agradable olor y una vez abiertos habían acudido a la cita.
- Caballero- dijo el padre de Rocío- Ya que usted ha traído
las ramas y en casa hay jazmines de sobra, déjeme regalarle esta penca ya que
mi hija me ha contado la historia que hay tras ella y sepa usted que tiene las
puertas de mi casa abiertas para tomarse un pajarete en el momento que usted
quiera. Y ahora si me disculpa, he de irme a recoger unas cuantas que preparé
para mi ruta diaria. Vaya usted con Dios.
Tras despedirse Juan estaba estupefacto. Su milagro renacía
nuevamente gracias a una joven malagueña que le miraba con una sonrisa de oreja
a oreja sabiendo la sorpresa que había causado su regalo en el.
-¿Le gusta?
-Me parece maravilloso, no se que decir.
Rocío sonrió nuevamente, se le sonrojaron las mejillas y
notaba cómo el corazón le palpitaba aceleradamente.
-Pues no diga nada… ¿Le apetece dar un paseo?
Juan le ofreció el brazo con una sonrisa y sin darse cuenta
paseaban ya por calle San Juan mientras compartían historias y vivencias.
1.-En la zona sur de Madrid
existe un una estatua que rememora el cuento de un ingeniero que perdiéndose en
la arboleda, logró salir gracias a que la princesa del bosque tras aparecérsele
le indicara que debía salir siguiendo el camino de las Morferanas (Ammi visnaga).