sábado, 13 de julio de 2013

Biznaga




Un madrileño y una malagueña.

  Se le veía demacrado mientras llegaba por aquel camino de flores. Parecía imposible pero era el ingeniero que se había adentrado en el bosque semanas antes y al que todos creían muerto. Tenía los labios agrietados, la ropa hecha girones y en la mano un ramillete de Morferanas.
  Perjuraba que se le había aparecido una princesa1 cuando ya daba por perdida su vida y le había dicho que siguiera el camino de una planta que ella misma plantaba a la rivera de los caminos. El, al ver ya el pueblo, cogió unas pocas para poder llevárselas consigo.
  A su llegada a Madrid, colocó aquel ramillete junto a la ventana para que le recordara siempre que su vida había estado en serio peligro y gracias a esa planta que nacía a la vereda de los caminos, había vuelto a nacer.
  Su casa era soleada y acostumbraba a preparar sus proyecto junta a la ventana que tenía más luz y en la que había colocado con mimo su particular ramillete. Lo miraba continuamente y era una referencia clara a la entrada de su estudio cuando la luz inclinada de la tarde incidía levemente por lo cristales.
  Con el tiempo se fueron secando, tornándose de un color tostado y sus flores, leves ya como el algodón se caían dejando una afilada punta en su extremo. El no se iba a deshacer de ellas, pero añoraba el colorido que tenían cuando las recogió de su calvario aquel día.

………..

-¡Rocío! ¡Recógeme de la mata un puñado de jazmines que anoche me comieron los mosquitos!
  La mueca de Rocío lo decía todo. Las ganas que tenía de ir a por los jazmines hasta la entrada de la casa eran directamente proporcionales a tener que hacerle caso a su madre. Esperaba desde hacia rato ya lo que ella denominaba “el berrido” pero siempre le pillaba desprevenida torciéndosele el labio con una mueca de disgusto. A la puesta de sol, las florecillas de jazmín comenzaban a abrirse y no había día que el alarido materno sonara de entre los muros de la casa exigiendo la recolecta de aquel peculiar pesticida.
  La mata del jazmín estaba a la entrada junto a la cancela de la puerta. Se llegaba a ella por un caminito de piedrecitas blancas colocadas con la idea de evitar charcos junto a la entrada de la casa y ya a unos metros se sentía el olor embriagador que desprendían sus flores. Algunas había abiertas ya y Rocío comenzó a recogerlas en unos pequeños cuencos que luego repartía por las habitaciones.

  A la mañana siguiente, Rocío, se fue a dar un paseo por Málaga. Particularmente le gustaba acercarse a Atarazanas, a oír las voces del cenachero, a oler las frutas recién traídas y a admirar a algún pescadero que limpiaba con maestría unos boquerones para una señora que no paraba de contarle sus andanzas con la vecina de moral distraída de su corralón.
   Junto a uno de los puestos de carnicería se encontraba un muchacho joven (de su misma edad resolvió ella) que murmuraba en voz baja con cara de resignado disgusto. María se acercó al puesto con la oreja puesta en la curiosidad del acento y en el vestir elegante de aquel joven que rezaba en voz baja a esas horas de la mañana.
-Es que sale uno de su tierra y ya no puede comer carne- Murmuraba con un acento madrileño imposible de despreciar.
-¡Pues váyase a su tierra o compre pescao que a mi no se me ocurriría ir a Madris (remarcó la “s”) a pedir chanquetes o jureles!- Terminaba de decirlo y ya se estaba dando cuenta que el orgullo del terruño le había metido en un pedregal del que tenía complicado el retorno.
-Vaya- dijo el joven- quién mejor que una chica hermosa para decir algo tan razonablemente cierto. Discúlpeme si la he ofendido pero tiene usted toda la razón. ¿Le importaría decirme su nombre?
-Rocío, así me llaman- Su voz ya no era inquisitoria y se había vuelto más dulce.
-Pues yo me llamo Juan y acabo de llegar a Málaga por razones de trabajo a casa de una amigo. Quería darle una sorpresa y presentarme en su casa con un buen filete, pero veo que no será un acierto- Juan sonreía mientras entablaba aquella simpática conversación.
-Si usted quiere yo le puedo prepara un regalo. ¿Es suyo ese ramillete de ramas secas?.
-Sí, un recuerdo muy importante para mi. Lo llevo conmigo a todas partes- Sin saber el motivo, Juan le contó a la chica la historia que le había sucedido tiempo atrás y mediante la cual había salvado la vida.
-Pues mi padre hace Biznagas con eso- dijo Rocío.
-¿Biz… qué?
-Biznagas. El es biznaguero y en verano hace ramilletes para venderlos. ¿Quiere que le haga uno? Déjeme las ramas y nos vemos esta noche aquí mismo. Ya verá como le gusta.
  Se quedó patidifuso. No sabía bien cómo contestarle a aquella chica pero lo cierto es que poco a poco se había ido partiendo la hojarasca de las ramas y ya empezaban a parecer ramitas para echar al fuego.

  Al anochecer Juan estaba de pie junto a la puerta del mercado esperando la llegada de Rocío.
  No tardó mucho en llegar. Venía de la mano de un hombre mayor vestido de Marengo, ese traje típico malagueño de pantalón negro arremangado a la altura de la pantorrilla, camisa blanca fajín rojo y alpargatas negras. En su mano traía una penca con las ramas que el le había dado en la mañana ensartadas, pero en el extremo, ¡en el extremo de las ramas ya no había pinchos afilados! ¡El extremo era una bola blanca de flores que no había visto en su vida!
El olor llegó antes que los singulares porteadores del regalo. Un olor dulce, embriagador y casi hipnótico del que era imposible abstraerse.
-¡Hola Juan! He venido con mi para traerte la penca de Biznagas. El dice que siendo de Madrid no hay nada mejor que te puedas llevar de regalo de nuestra tierra.
-Pero, ¿cómo lo habéis hecho?- Juan no salía de su asombro.
  El padre de Rocío comenzó a relatarle cómo había ido recolectando los jazmines cerrados uno a uno de su patio y poco a poco los fue introduciendo con la ayuda de Rocío en la “ammi visnaga” (el ramillete que el había traído) después de haberla limpiado un poco de ramitas y repasado sus tallos. Al atardecer, los jazmines se abrieron formando una pequeña esfera desprendiendo ese agradable olor y una vez abiertos habían acudido a la cita.
- Caballero- dijo el padre de Rocío- Ya que usted ha traído las ramas y en casa hay jazmines de sobra, déjeme regalarle esta penca ya que mi hija me ha contado la historia que hay tras ella y sepa usted que tiene las puertas de mi casa abiertas para tomarse un pajarete en el momento que usted quiera. Y ahora si me disculpa, he de irme a recoger unas cuantas que preparé para mi ruta diaria. Vaya usted con Dios.
Tras despedirse Juan estaba estupefacto. Su milagro renacía nuevamente gracias a una joven malagueña que le miraba con una sonrisa de oreja a oreja sabiendo la sorpresa que había causado su regalo en el.
-¿Le gusta?
-Me parece maravilloso, no se que decir.
Rocío sonrió nuevamente, se le sonrojaron las mejillas y notaba cómo el corazón le palpitaba aceleradamente.
-Pues no diga nada… ¿Le apetece dar un paseo?
Juan le ofreció el brazo con una sonrisa y sin darse cuenta paseaban ya por calle San Juan mientras compartían historias y vivencias.


1.-En la zona sur de Madrid existe un una estatua que rememora el cuento de un ingeniero que perdiéndose en la arboleda, logró salir gracias a que la princesa del bosque tras aparecérsele le indicara que debía salir siguiendo el camino de las Morferanas (Ammi visnaga).

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